En plena revolución tecnológica, con tantas pantallitas, inteligencia artificial, aplicaciones, juegos, gafas de realidad aumentada, electrodomésticos y cachivaches inteligentes con los que debemos conversar para que funcionen, andamos los humanos cada día más idiotizados.
Si además le añadimos la prisa, la multitarea, la ingente cantidad de obligaciones autoimpuestas o no, etc. nos llevan de cabeza a una deshumanización acelerada y brutal, a un mundo robotizado, que no es futurible, es presente, no porque nos vayan a sustituir en breve por robots, sino porque nosotros mismos nos estamos robotizando inconscientemente
con una total desconexión de todo, principalmente de nosotros mismos, de nuestro cuerpo, de sensaciones e impresiones internas y externas que el entorno natural ( sea rural o urbano) nos brinda, de no saber interrelacionarnos en el mundo real con nuestros semejantes, no digamos ya “conversar”, si acaso discutir y criticar y enfrentarnos sacando a pasear nuestros demonios feroces.
A veces en una simple sesión de yoga ocurre la magia de reconciliarte contigo mismo, de observarte, sentirte, escucharte, atenderte, en definitiva, de prestarte un poco de atención saliendo del secuestro mental en el que andamos . Abrirse a la profundidad de uno mismo, donde uno ya no pretende ser nadie más ni nada más (ni nada menos) que la esencia de lo que ya es pero se nos ha olvidado: un SER humano, una creación divina, UNO CON TODO.
Porque somos la gota del mar que contiene todo el océano, somos el propio océano, somos la integración del cuerpo con el cuerpo, con la mente, con los sentidos, con las emociones, con el intelecto, con la vida. Somos mucho más que el procesador de datos de nuestro cerebro, somos la compasión, la empatía, la gratitud, la creatividad, somos EL OTRO, el de enfrente donde nos reconocemos, porque ese mismo somos también nosotros.
No olvidemos esa gota de humanidad, que al igual que una gota de perfume, se expande y deja su estela y fragancia por donde pasa.